
14 Ago
Dios dialogante: el deseo de una Iglesia y de una Orden dialogante | Carta del Ministro general en el día de Santa Beatriz de SilvaDios dialogante: el deseo de una Iglesia y de una Orden dialogante
Carta del Ministro general en el día de Santa Beatriz de Silva
Queridas hermanas,
¡el Señor os dé Paz!
Año tras año la celebración litúrgica de Santa Beatriz de Silva nos ofrece la oportunidad de continuar nuestro diálogo, ampliando y profundizando la riqueza de su vida y obra para la Iglesia. La carta que os escribo quiere ser un momento de diálogo fraterno con cada una de vosotras, interlocutoras activas. Lo hago, sabiendo cuán preciosas son para mí y para todas vosotras, queridas hermanas, vuestras reflexiones, vuestras propuestas y vuestros estímulos que nos ayudan a centrarnos y a enfocarnos en lo esencial de la llamada de Dios en la Iglesia.
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Dado que este es el año en el cual la Orden franciscana conmemora el encuentro entre san Francisco y al-Malik al Kamil, me gustaría traer al centro de nuestra reflexión el tema del diálogo. En todas partes del mundo están floreciendo iniciativas para promover el diálogo entre quienes creen en Dios, y en particular con los musulmanes. El reino de Dios se manifiesta allí donde se da espacio al otro, diferente de mí mismo, con respeto acogedor.
Tú eres diálogo
El diálogo se relaciona con el modo de ser de Dios porque Dios es comunión. En el símbolo de nuestra fe profesamos: Creo en Dios Padre. Dios es Padre, hay un Hijo, y hay, por tanto, una relación entre ellos, una relación absoluta y totalizante que es en sí misma Persona: Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida.
A principios de 2019, dirigí una carta a la Familia Franciscana y a nuestros hermanos y hermanas musulmanes, en la que escribí sobre las Alabanzas al Dios Altísimo que Francisco compuso en La Verna después de haber recibido los estigmas. En particular reflexioné sobre dos de las alabanzas: Tú eres humildad, Tú eres paciencia. Quisiera ahora añadir: Tú eres diálogo. Sí, porque desde el eterno principio las tres Personas divinas son vida que se comunican constantemente al Otro-distinto-de-sí mismo, vida que genera y acoge la vida. Este modo de existir, que fecunda y hace fecundos, lo llamamos amor, porque el que ama busca al otro y se dona a fin de que el otro pueda vivir en plenitud.
En su misterio de amor, de vida, de comunión, Dios quiso involucrarnos también a nosotros, escogiéndonos como hijos adoptivos para que fuéramos alabanza de Su gloria (cf.Ef1, 3-14). ¡Cuánta gracia! Como el Hijo desde el principio se ha dirigido al Padre, así el Padre por medio de su Hijo dirige su Palabra a toda la creación (cf. Jn1, 1-3): “porque Él lo mandó, y fueron creados” (Sal148, 5). En el diálogo entre Dios y el hombre, la iniciativa es siempre de Dios. La palabra divina es una palabra que viene al encuentro (cf. Jer 15,16).
Por la imagen que ha recibido y por la semejanza para cuya realización está llamado a cooperar con Dios (cf. Adm V, 1), el ser humano creado varón y mujer está siempre orientado hacia el otro: un Otro que es el mismo Creador, otro que es la mujer y el varón respectivamente (cf. Gén 1,27). La narración de Gén 2 expresa bien esta verdad: el hombre reconoce el sentido de su propia existencia solamente cuando se comunica con el “tú” que es semejante a él, que está frente a él, que lo constituye en la plenitud de la imagen de Dios. El hombre y la mujer, por tanto, no son mónadas aisladas, cerradas en sí mismas, sino personas-en-diálogo.
La Palabra se hace carne
Sabemos bien – ¿quién no lo ha hecho y quién no lo ha experimentado? – que el pecado se sitúa precisamente aquí: en el bloquear el flujo de la comunicación vital y en el encerrar a cada uno en un mundo falso y asfixiante. El autor bíblico narra eficazmente esta realidad cuando nos cuenta las reacciones de Adán y Eva después del acto de desobediencia: ya no es un diálogo fecundo, sino mortales acusaciones recíprocas. La comunión entre personas humanas, imagen de la que hay entre las Personas Divinas, ¡se vuelve convivencia entre potenciales enemigos!
En la plenitud del tiempo, la Palabra misma de Dios se hace carne en este mundo herido y dividido (cf. Jn 1, 14) y allí permanece con un amor que nunca deja de donarse en el sacramento Eucarístico. De esta Palabra nosotros nos alimentamos para aprender de nuevo a hablar el lenguaje de Dios que es la comunión.
Somos hoy un pueblo mundial, que está viviendo la trágica experiencia del conflicto y el aislamiento, de múltiples contactos y al mismo tiempo de la dificultad de comunicarse verdaderamente. ¿Podemos acaso decir que conocemos verdaderamente el alfabeto del auténtico diálogo?
Este es precisamente el tiempo favorable para darle consistencia a nuestra vocación ‘dialogal’, la misma del autor de la primera carta de Juan:«Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida; – pues la Vida se hizo visible, y nosotros hemos visto, damos testimonio y les anunciamos la Vida eterna, que estaba junto al Padre y que se nos manifestó -lo que hemos visto y oído se los anunciamos, para que también ustedes estén en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1,1-3).
Quien dialoga busca al otro para participar juntos de la belleza y de la riqueza de la vida, tiende a reducir las distancias para celebrar el encuentro siempre transformante. Cuando se dialoga no se permanece como se es: salen a la luz áreas interiores de nosotros mismos que habían permanecido en las sombras hasta entonces, ignoradas por nosotros mismos. Quien dialoga crece en el conocimiento de sí mismo incluso antes de conocer al otro, acoge su propia unicidad y la ofrece sin ninguna pretensión. Nada más contrario al diálogo que el espíritu de prepotencia o de desquite. Nada más propicio que la pequeñez que no atemoriza, la simplicidad que no engaña, la pureza que libera de la sospecha de ambigüedad y de subterfugios. El diálogo no instrumentaliza al otro.
El diálogo en nuestra historia
Al comienzo de la historia carismática de nuestra Familia Franciscana se dieron dos diálogos memorables: el diálogo entre el Señor y Francisco en la noche de Espoleto (cf. 1Cel6) y que luego se prolongó en una gruta cerca de Asís (cf. 1Cel6), y el diálogo entre el Crucifijo y Francisco en la iglesia de San Damián (cf. 2Cel10), el celebre diálogo entre Francisco y el Sultán de Egipto (cf. 1Cel 57), por mencionar algunos.
¿Y cómo podemos entonces no pensar en la Madre Inmaculada, a quien Beatriz de Silva amó con amor entrañable, y de la cual aprendió la mejor actitud para poder dialogar es primero escuchar? El relato de la Anunciación revela esta apertura, muy a pesar de la perplejidad inicial: María se turbó y se preguntaba qué significaba aquel saludo (Cf. Lc1,26-33). Este coloquio, como bien sabemos, marcó significativamente el momento en que el Señor «se dio a sí mismo para salvarnos» (LP14).
Todo me lleva, junto con los hermanos, a renovar nuestro deseo y nuestro compromiso de convertir nuestras vidas en “lugares” de encuentro con la Palabra de Dios y de intercambio con nuestros semejantes, especialmente con aquellos que piensan distinto.
A vosotras, mis queridas hermanas, os ruego que sigáis siendo mujeres de diálogo, en el nombre del Señor.
Roma, 26 de julio de 2019
Memoria de los santos Joaquín y Ana
Fr. Michael A. Perry, OFM
Ministro general y Siervo
Prot. 109217
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