Carta por la Navidad 2018, del Ministro General


El Nacimiento de un Dios que toca a nuestras puertas

Carísimos hermanos y hermanas,

¡El Señor nacido en medio de nosotros les regale su Paz!

Por su amor infinito Dios quiso asumir nuestra naturaleza humana con todas las implicaciones de esta opción. Nació en la más grande humildad, de una mujer pobre y en un lugar pobre, lejos de su casa, porque sus padres estaban de viaje para cumplir las exigencias administrativas impuestas por las autoridades de su tiempo. Todavía recién nacido se vio obligado a vivir en la condición de prófugo en Egipto (cfr. Mt 2,13-15): el único entre los evangelistas que narra este acontecimiento es Mateo, mediante el género literario de la teología del éxodo. Egipto, en efecto, representaba el lugar de refugio para los perseguidos o para los que se encontraban en dificultades, víctimas de carestías o del hambre: a este propósito son ejemplares las figuras de Jeroboam (cfr. 1Re 11,40) y Urías (cfr. Jer 26,21), como también la familia de Jacob, forzada a abandonar el país de Canaán acosada por la carestía (cfr. Gn 46,8ss).

La teología del éxodo permea la revelación de Jesús, que se presenta como Dios liberador “el que es” (cfr. Jn 8,28). En especial es el evangelista Juan quien nos ofrece esta posibilidad hermenéutica porque plasma la teología de su Evangelio basándose en la revelación de Dios mismo a Moisés (cfr. Ex 3,14). El Dios que se hizo carne en medio de su pueblo, es Aquel que sigue estando a la escucha del grito de sus hijos e hijas, cuya vida está amenazada. En la teología del éxodo encontramos tradiciones diversas que seguramente reflejan acontecimientos concretos. En ellas siempre está presente Dios y es el protagonista de la historia. Él escucha el grito de su pueblo, baja para mirar de cerca su sufrimiento y lo hace salir de Egipto, liberándolo de su esclavitud (cfr. Ex 20,2).

He ahí por qué la experiencia del éxodo puede considerarse como el paradigma de las situaciones más diversas de tantos pueblos forzados a huir de su propia patria para sustraerse a las amenazas contra su propia vida, al hambre, a la violencia, a las persecuciones, a las guerras y a los conflictos armados, o incluso por otros motivos.

Jesús, presentado como “nuevo Moisés” (cfr. Hb 3,1-6), es guía del pueblo de Dios y nuevo legislador (cfr. Mc 12,8-34; Mt 22,34-40; Lc 10, 25-28; Mt 7,12). Mateo además vincula la historia del pueblo de Israel, en la cual se revela el actuar concreto de Dios, con la historia del “nuevo pueblo de Israel”, donde se manifiesta el actuar real y concreto de Jesucristo resucitado, en la Iglesia y en el mundo (cfr. Mt 19,28; 28,20).

En la narración lucana, Jesús nace en Belén, en un momento histórico muy concreto, a saber, cuando César Augusto es emperador en Roma y Quirino gobernador de Siria. Lucas dice que el Niño recién nacido es depositado “en un pesebre, porque no había sitio para ellos en el albergue” (Lc 2,7). Los pastores que están en las cercanías (cfr. Lc 2,8-17) ven una estrella que los guía hasta la Luz del mundo: una estrella de esperanza para los pobres, para los humildes, para los simples trabajadores y para todos los que están en las tinieblas.

También san Francisco quiso revivir la concretes de la Navidad, recreando el ambiente frío, desprovisto de cuna, de asientos y de puertas, pero caldeado por la presencia, junto al pesebre, de un buey y de un asno. El Santo de Asís quería ver, tocar y contemplar al Dios que decidió venir a habitar en medio de sus hijos e hijas para ofrecerles la plenitud de la vida. Y desde Greccio resuena el feliz y gozoso anuncio: toda la humanidad puede vivir realmente, puede gozar y festejar con sus propios seres queridos, con los amigos y con toda la creación. El nacimiento de Jesús es misterio de amor, de gracia y de liberación, compendio de la fuerza del actuar de Dios en el mundo.

También el beato Juan Duns Escoto, a través de su reflexión teológica enseña que la razón de la encarnación del Hijo de Dios no puede ser simplemente el pecado del hombre: tal interpretación, en efecto, se arriesgaría a limitar la voluntad del Creador, que consiste en el deseo que Dios alimenta de amar a sus hijos y entrar en comunión con ellos (cfr. Reportata Parisiensia, en III Sent.). He ahí por qué Jesús es presentado como “Summum Opus Dei”, la plena manifestación del amor trinitario hacia el ser humano. La acción de Jesús, en efecto, ha revelado un amor divino incondicional y abierto a todos, cifra de la voluntad salvífica universal de Dios.

Sin embargo, el Salvador del mundo llegó en medio de los suyos, pero no fue acogido, sino por María, José, los animales y los pastores. La constricción a abandonar su patria es un primer anticipo de todas las adversidades que tendría que afrontar después. La narración de Mateo (cfr. Mt2,13-15) identifica en los representantes del poder político a los propugnadores de las nuevas amenazas a Jesús. Pero todos sabemos que el político de turno está respaldado y sostenido por grupos de poder, si no por enteras sociedades. Tales amenazas a Jesús nos hablan de indiferencia, de temores torcidos y de confusas formas de egoísmo que se traducen en la necesidad de generar enemigos para combatirlos.

En nuestro tiempo muchos niños son forzados a huir de su país donde son pisoteados sus sagrados derechos a una vida sana, a una familia unida, a una educación de calidad, a crecer en una sociedad capaz de acoger, de ofrecer y exigir respeto, además de crear oportunidades para todos. Todos los niños deberían nacer y crecer en sociedades capaces de vivir el amor, la solidaridad, la corresponsabilidad, la justicia y la paz. Para que esto sea posible se necesita una mirada profunda rebosante de humanidad. Estamos llamados a mirar a las personas como son realmente: “imagen y semejanza” de Dios que nos ha creado “por su verdadero y santo amor” (cfr. Rnb 23,1-3).

Por desgracia muchas sociedades del mundo de hoy no son capaces de esta mirada. Al contrario, se difunde cada vez más la indiferencia respecto al otro (cfr. EG 54), enmascarada en vacíos discursos y totalmente privada de compromiso real. La humanidad misma que proclama el progreso termina olvidándose del ser humano, o en el mejor de los casos, lo pone en un segundo plano. La defensa exacerbada y exclusiva de los propios intereses y rendimientos, por parte, tanto de grupos sociales como de individuos, amplía y hace crecer los límites de los conflictos y hace converger hacia una sola conclusión que podríamos expresar así: “Yo estoy en lo bueno y el otro en lo malo, yo soy el amigo y el otro es el enemigo; yo vivo el amor y el otro vive el odio”.

De hecho, muchos pueblos y naciones se encierran en sí mismos y se aseguran dentro de sus propias murallas para protegerse de todo presunto enemigo. Esta práctica, provocada por un sentido de protección, conduce al aislamiento e impide que se promueva el desarrollo de cada uno de sus miembros, cierra a todos la posibilidad de disfrutar de oportunidades de mejoramiento y obstruye el camino para asumir las propias responsabilidades en el respeto recíproco (cfr. EG 186-192). Por otra parte, pocos gobernantes y sociedades recuerdan lo acontecido en el pasado con sus propios coterráneos, forzados a migrar para sustraerse a situaciones de violencia, persecución, hambre, guerras y conflictos internos. Sin embargo, la mayoría tiende a cerrar las fronteras, a no dejar pasar a las personas que huyen y migran con la esperanza de encontrar una nueva posibilidad de vivir, de saciar su hambre y poder así recomenzar a vivir con la dignidad básica necesaria.

Desgraciadamente, con mucho dolor tenemos que escuchar por parte de nuestros gobernantes o de sus representantes, discursos en los que sostienen que los inmigrantes y los refugiados son fuente de amenaza porque son considerados ladrones, malvivientes, enemigos o terroristas, a veces incluso son comparados vergonzosamente con los animales. Y esto no puede sino fomentar el miedo del otro y del diferente, y encender la mecha de la rabia que luego se transforma en odio, porque el otro viene a perturbarnos en nuestra “zona de confort”. En realidad, todo esto es la señal clara de que nos encontramos frente a sociedades “en crisis”, como afirman muchos pensadores contemporáneos. Lo que nos espanta, además de la falta de humanidad de estas actitudes, es el hecho de que la mayor parte de la gente se queda en silencio frente a esto, haciéndose cómplice; o aún, a veces alguien llega incluso a aplaudir a sus propios gobernantes y a votar por semejantes representantes. Y estos gobernantes se convierten en fuente de inspiración y de ejemplo para otros; a menudo los medios de comunicación masiva enfatizan todo esto y casi siempre termina por ocultarse la verdad, que es precisamente lo que quieren muchos políticos.

Entre las graves incoherencias de los países llamados desarrollados, que cierran sus fronteras a los migrantes y a los refugiados, está también el silencio o la complicidad para con la industria bélica. Aun sabiendo que millones de personas, entre ellas numerosísimos niños, deben escapar a causa de los conflictos armados, se siguen permitiendo o incluso se favorece la producción y la exportación de las armas.

Carísimos hermanos y hermanas, es tiempo de dar una respuesta humana, cristiana y franciscana a la situación de los migrantes y de los refugiados de hoy. Quizás debamos preguntarnos si realmente nos damos cuenta de lo que significa vivir por años sin esperanza en un campo de refugiados (como sucede en Kenia, en Sudán del Sur y en otras partes) y lo que significa encontrarse frente a un muro que impide el camino, o frente a una alambrada de púas que denuncia la crudeza y el carácter despiadado de la exclusión, de la indiferencia y de la autorreferncialidad.

No olvidemos nunca lo que el Papa Francisco dijo durante su memorable visita a Lampedusa: “La globalización de la indiferencia nos hace “innominados”, responsables anónimos y sin rostro. “Adán, ¿dónde estás?”, “¿Dónde está tu hermano?”, son las preguntas que Dios hace al principio de la humanidad y que dirige también a todos los hombres de nuestro tiempo, también a nosotros. […] Herodes sembró muerte (cfr. Mt2,16) para defender su propio bienestar, su propia pompa de jabón. Y esto se sigue repitiendo… Pidamos al Señor que quite lo que haya quedado de Herodes en nuestro corazón; pidamos al Señor la gracia de llorar por nuestra indiferencia, de llorar por la crueldad que hay en el mundo, en nosotros, también en aquellos que en el anonimato toman decisiones socioeconómicas que hacen posibles dramas como éste…”.

Finalmente quisiera recordar lo afirmado por el Consejo Plenario de la Orden 2018: “Como seres humanos y como franciscanos nos sentimos profundamente tocados e involucrados por las esperanzas, los anhelos y los sufrimientos de tantos migrantes y refugiados. Según el ejemplo de Cristo y en el espíritu de san Francisco, que nos invita a estar alegres cuando vivimos “entre gente baja y despreciada, entre pobres y débiles, entre enfermos y leprosos, y con los mendigos de la calle” (cfr. Rnb 9,2), sabemos que debemos acogerlos y recibirlos con cortesía y generosidad” (CPO 2018,119)

Jesús, nacido en Belén, fue forzado a huir y a migrar. Hoy él está presente en cada migrante y en cada refugiado: es también Él quien toca con insistencia a la puerta de nuestras sociedades llamadas cristianas, o por lo menos de cultura cristiana. El Niño Jesús nos muestra el camino que puede conducir a un futuro de paz, es decir, de acogida, de diálogo y de apertura mutua, que nos pueda enriquecer recíprocamente.

Dios, que ha acompañado a su pueblo en el éxodo, acompaña ahora a los migrantes y a los refugiados en su búsqueda de protección y de libertad. El mensaje de la Navidad nos invita a abrir nuestros corazones y nuestras casas a nuestros hermanos y hermanas que se encuentran lejos de su país, ofreciéndoles cercanía y solidaridad. El mensaje de la Navidad nos invita a no rechazar jamás a ninguno por miedo o por odio.

El Salvador, que se hizo uno de nosotros, ¡ilumine el camino de los que son forzados a migrar y nos haga gozosos contemplando su rostro en los hermanos y hermanas que sufren, lloran y desean una vida más humana!

¡Feliz Navidad!

Roma, 12 de diciembre de 2018.
Fiesta de la Virgen de Guadalupe

Fr. Michael A. Perry, OFM
Ministro general y Siervo
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